Una vez escuchó campanas pero sabía dónde.
Tocaban a laúdes y rápidamente salió de su celda al vacío pasillo de novicias pues todas ya estarían en la capilla.
Corría atravesando el claustro principal del monasterio arremangándose la falda y con mucho cuidado de no pisar a las dos tortugas gigantes que vivían allí.
Cuando entró ya estaban cantando y ocupó su sitio discretamente intentando que la madre Abadesa no se diera cuenta.
Sí, se dio cuenta, y antes de la cena la mandó llamar.
Ella temiendo lo peor, se la encontró con una sonrisa.
Le dijo que, como nueva, hasta el alma del monasterio conocía su rebeldía, que cuando se subía al campanario y se ponía a cantar pensando que allí no la escuchaba nadie se oía más allá de las murallas por el eco que allí era enorme y cualquier susurro lo amplificaba.
Según ella sus “cánticos” eran bonitos, pero no apropiados (B. Marley).
También que varias novicias le habían pedido patines para disfrutar con ella y patinar por los enormes claustros haciendo volar los hábitos.
Conocía su amistad con las madres cocineras y las visitas que les hacía abandonando su trabajo en el taller de libros desapareciendo a veces por horas.
A pesar de todo eso dijo que había decidido adelantar su toma de hábitos y en pocos días sería la ceremonia.
Salió de su despacho andando despacio, por el camino correcto rodeando los claustros por primera vez desde que vivía allí en lugar de atravesarlos, pensando si por fin ya había encontrado lo que buscaba.
Dos días más tarde, al acabar los maitines estaba una moto negra esperándola en la puerta principal.
Por qué casarse con Dios si primero podía hacerlo con un humano.
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